miércoles, 24 de febrero de 2016

¿Sabes diferenciar la ficción de la realidad?

¿Sabes diferenciar la ficción de la realidad? Eso mismo me pregunté al terminar la aventura de alguno de estos días, mientras me paseaba entre los límites de lo real y lo imaginario. Después de atravesar el desierto de la ciudad y sus poco habituales olas de calor, tomé mis alimentos. Necesitaba recuperar energía después de mi cita con las hadas y las princesas. Las bromas empezaron a ir y a venir, pues hay horas a las que es imposible estar solo. Así pues, las risas empezaron a poblar el recinto en aquella hora de la tarde, antes de empezar con cualquier otra actividad. De pronto, como si se tratara de una cámara fotográfica en modo ráfaga, mi memoria empezó a recopilar cada uno de sus gestos, los gestos de esta Venus irreverente y de mirada marina, por allá de esas que se han robado un pedazo de algún arrecife en el Caribe colombiano. Una belleza muy particular, una atrapada en los ojos anacrónicos del narrador. No hubo tiempo de otra cosa que sonrojarse levemente, dándole paso al baile sutil de unas manos nerviosas, asustadas. Esa era la señal inequívoca de que era tiempo de escapar, de buscar la puerta de atrás y situarse en la parte trasera de su tono suave de voz,  para atravesar sus ocurrencias a veces entre los dientes, hasta llegar a su respiración irregular y sus movimientos exagerados e inusuales al contar sus anécdotas. Allí, en ese punto, encontraría un corredor que me conduciría a su perfume, tal como días antes me lo había indicado el historiador. Y es que aún recuerdo la descripción que de ella hizo sentado, un domingo, en una calle al suroriente de la ciudad. ¿Cómo olvidar aquella cita clandestina con esa Venus, oculta tras los cristales artificiales tras los que esconde su identidad? O qué decir de su figura particular y su andar pausado como volando quién sabe a dónde.
Mientras seguíamos hablando, mientras seguía masticando las viandas del mediodía, seguía capturando sus sonrisas inesperadas, esas que surgían al verse acorralada por mis frases poco agraciadas, las frases de un tipo que en las calles de mi barrio llaman un montador. Seguí seleccionando los cuadros que a mi parecer no necesitarían retoque y las frases que, una vez terminara de filmar, pasarían a corte y edición. La tarde se marchó apresurada, como eventualmente ocurre cuando se cita con la relatividad y después de los rituales propios de la hora del almuerzo, retomamos nuestras labores; las rutinas, las de corte inglés tan  cumplidas como eran ellas,   siguieron su curso. Las ideas inesperadas y atrevidas se unieron a la reunión, aunque la de una invitación a salir fue la única que al final de la jornada decidió permanecer. En el momento en el que el reloj le avisa a los ocupantes de la urbe que la noche en un par de horas se reportará, la chica que el narrador había descrito infantilmente unos días atrás, se despidió. Quise pensar por un segundo, asociado con una sobredosis de imaginación, que había decidido quedarse y aceptar la invitación que no le había hecho, la que se había quedado, la que había dejado entrever en medio de mis burlas hacia ella.
Pero nada de eso ocurrió. El tiempo siguió en lo suyo y poco le importó lo que le estaba contando; sólo se dirigió a mí cuando obligado por su responsabilidad, me avisó que ya era momento de recoger mis pasos, dejar las cosas como estaban y regresar a la montaña de la que me había bajado en la mañana. Sin reparos, recogí mis cosas y me despedí de mis deberes por ese día. Firmé mi boleta de salida y dejé que las piernas me arrastraran afuera.
Anduve por la calle que conduce al sur, la que tomo secretamente para engañar a los afanes, en la que me escabullo  para escuchar a los árboles danzar con el viento dándome, como todas la tardes, la despedida de aquel hermoso lugar.  La brisa hacía lo suyo y como quien no quiere la cosa, terminaba de enfriar los cuerpos que el sol de ese día había decidido calcinar. Cuando mis ojos se perdieron en el prado, en una de las bancas del parque que allí se encontraba, ella estaba sentada leyendo uno de sus libros, esos que la transportan a esos insospechados rincones de la imaginación que a mí también me gusta visitar.  
Me acomodé el desorden que traía en el alma y en el cabello y me eché nuevamente a caminar
Siguiendo mis instintos y bajo el influjo de una respiración errática, me acerqué lentamente para que el sonido de mis pasos no perturbaran ni mis pensamientos ni ninguno de los diálogos que ya había preparado, en caso de que en una emergencia se diera la oportunidad. Nos deslizamos lentamente a la cafetería más cercana y un poco tensos por los clichés conversamos de todo y de nada. Tengo que confesar que hice mi mejor esfuerzo por no desentonar, por no perderme en medio de una barbaridad, por no fingir más interés del necesario, por dejar que los diálogos del James Bond criollo no se me fueran a escapar. Me refugié en la curvatura de sus mejillas, en el tono de sus palabras, en la luz verde que se desprendía de su mirada. Sin embargo, no era lo que había esperado, la imaginación me había vuelto a estafar. Las palabras empezaron a perderse en la desilusión. Los autos empezaron a recuperar su velocidad, mientras en su ocaso el cielo los contaba uno a uno sin cesar. Tomé una última fotografía, la publiqué  por ahí en cualquier rincón de la virtualidad y antes de ponerme nuevamente de pie para seguir recogiendo los  pasos que había dejado por ahí refundidos en la urbe, me sacudí la tierra de mis ideas y leí por última vez el texto que acompañaba la foto: “en algún lugar de la ciudad fantaseando, imaginando encuentros ajenos a esta realidad, lejanos en el tiempo y en el espacio, cercanos en la imaginación”. Me acomodé el desorden que traía en el alma y en el cabello y me eché nuevamente a caminar.   

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